Su aire de suficiencia no ayudaría mucho ante la situación sin precedentes a la que se efrentaban todos, si bien fue el último en caer. Permaneció sin miedo hasta el final, cosa que muy pocos espectadores esperaron.
Día uno: el centro comercial cerró sus puertas a las 14:38. Un día con poca afluencia; nadie se lo tomó en serio al principio; había comida para alimentar a un ejército hambriento durante un mes; Fernando Roa pareció entenderlo con su eterno aire de suficiencia; sintió un escalofrío indecible (todos lo vimos) al percibir la presencia de las cámaras; no se lo dijo a nadie; los demás reían y comían; él juntó siete litros de agua, bebió uno, escondió el resto y comenzó su ayuno.
Día dos: Es fácil controlar a la gente cuando tiene miedo, dijo con su ya reconocido aire de suficiencia nuestro protagonista; no dijo nada más; bebió un litro de agua; la gente reía menos y comía más; todos esperaban indicaciones.
Día tres: el sonido público del lugar dio la alarmante noticia; se dieron las indicaciones que todos esperaban; nadie esperaba escuchar lo que se escuchó; Fernando bebió otro litro; nadie como él se sintió tan listo para la cacería; respiró lo necesario; trescientas almas miserables comenzaron a correr en un patrón indescriptiblemente caótico; él identificó una cámara, guiñó un ojo y sonrió; se escuchó la primera ráfaga; cayeron doce.
Día cuatro: por qué, preguntaban algunos; mi mamá, mi hijo, mi hija, mi padre, mi abuela, mi nieto, mi bebé, decía la mayoría; el piso era un cementerio vulgar y sangriento; la gente que caía en crisis nerviosas era rápidamente eximida de pena con certeza y pulcritud; las ráfagas lastimeras eran reservadas para los indecisos; nuestro ya heróico protagonista bebió otro litro; permaneció sentado.
Día cinco: parecía existir un patrón temporal, creyeron reconocer los afortunados sobrevivientes; cada hora, aproximadamente, comenzaba el pánico; Fernando bebía agua, procurando no mirar hacia abajo; tenía tres niños y una anciana a sus pies; faltaba poco; se escuchó otra ráfaga; eran cada vez menos; la suficiencia se había ya agotado, junto con ciento cincuenta personas; faltaba poco.
Día seis: qué hambre tenía; cuánto sufrían los desafortunados sobrevivientes por sus seres queridos; qué afortunado debía sentirse Fernando por no tener seres queridos; un pequeño esbozo de sonrisa dejó ver un esperanzador aire de suficiencia; ningún espectador esperó esa ráfaga a la rodilla; él perdió la fuerza y casi toda la esperanza; no dejó de beber agua, la necesitaría; sólo quedaban veinte; nadie reía ya.
Dia siete: qué difícil cargar el último litro; perdía mucha sangre; el pánico inhundó a los veinte; la liberación de su pena fue pulcra; veinte balas certeras acabaron con la penúltima ronda del juego; los espectadores fincaban sus esperanzas en un solo héroe que había perdido la suficiencia y bastante sangre; tenía que sonreír; Miedo era el nombre del juego, pero se necesita sangre para sonreír; la llave, junto a la puerta, en el fondo de un tubo de diez centímetros de diámetro y veinte de altura, atada a una goma delicada; el agua, Fernando; la había dejado y su rodilla no daba para más; vomitó dentro del tubo; vomitó más dentro del tubo; la goma salía a flote; gané, pensó; ganó, pensamos; el hilo empezó a deshacerse, nadie lo pensó; la llave cayó al fondo; entró en pánico, nadie lo pensó. Certeza y pulcritud.
Apagué la televisión, ya vendría la segunda temporada.
Saturday, April 25, 2009
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