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Wednesday, August 12, 2009

El tren nunca llegará a la meta

El tren nunca llegará a la meta porque no tiene ninguna. Es un ejercicio, nada más. Regalo a quien lea lo que pasa justo ahora, lo que ya no pasará, lo que mientras lea, habrá ocurrido desde el interior de mi cráneo hasta la pantalla de una computadora en Madrid, si tengo la suerte de que algún lector de allá lea algo de lo que escribo con estos dedos sucios de salchichas con catsup y salsa. Las digresiones, ésas son las que más ocurren, pues permiten pensar en otra cosa mientras otra cosa piensa en nosotros; en nosotros (pues a veces me concibo como muchos adentro de una sola cabeza) pensaba cuando se me ocurrió, iba a bordo de un camión, pero bien pudo haber sido un tren. Es un ejercicio, es un tren —pero en realidad fue un camión— el que sale de mis manos, de mis dedos grasientos, de mis brazos cansados, de todos esos asientos (los que vi mientras pensaba en un tren de pensamiento al viajar en algo que se mueve, como un tren, como un camión, como cualquier cosa que no vaya muy lento).
El tren del pensamiento puede dejarse flotar, y aunque esto ponga en riesgo la integridad pensamental de un querido lector, pone en felicidad la capacidad de observar cómo las palabras se forman sin exigir nada, ni siquiera una mínima corrección que les diga: "hey, palabras, ¿a dónde van con tanta prisa?". La prisa la lleva el lector, si alguien es un lector de unas palabras —como éstas—, pero bien puede ser el caso que sólo se trate de un tren, de un tren sin meta, de unos dedos que ya mancharon las teclas. Todo por una idea, gestada en un camión, que bien pudo haber sido un tren, que no se detiene, que cada vez va más rápido, como ahora. El tren sigue, sin meta, el lector se cansa (es por ahora cuando dice: "¿a dónde va todo esto?" y es ahora cuando le contesto: "a ninguna parte, a donde quieras llegar").

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