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Friday, July 31, 2009

Del fin de la creatividad

Si la creatividad tiene un fin —pues lo tiene—, ¿por qué se acaba?
Si, por accidente, alguien escribiera el Quijote de Cervantes sin conocerlo, sin haberlo leído nunca, ¿tendría algún mérito creativo?
Uno de los aspectos fundamentales de la creatividad, tal y como es entendida socialmente, radica en la originalidad de sus productos, en su novedad; radica, sobre todo, en su aparente espontaneidad. Pero el fin de la creatividad no sólo reside en la originalidad; consiste también en la utilidad, consiste también en la belleza. Nada más humano, podríamos pensar, que la originalidad, que la utilidad y que la belleza de la creatividad.
En 1969, Karen Pryor llevó a cabo un experimento que puede resultar un poco agresivo para la noción de creatividad que he intentado esbozar. ¿Por qué agresivo? Porque la creatividad no se entrena, ¿o sí? Porque la creatividad es humana, ¿o no? Pryor entrenó la creatividad de dos delfines en un parque acuático.
¿Qué puede producir un delfín que valga la pena? ¿Puede decirse que un animal «sin cultura» posea creatividad? Las definiciones operacionales resultan atractivas para la mayoría de los científicos porque hacen a un lado las interpretaciones no cuantificables y poco precisas por su inobservabilidad. Así, una definición operacional es aquella que, con absoluta precisión discursiva, delimita las propiedades de un término únicamente en función de cualidades directamente asequibles para cualquiera de los sentidos humanos y, además, fácilmente cuantificables. Una definición operacional es, pues, precisar un término en función de una propiedad específica del ambiente que ha de cambiar para poder decir que eso que se está definiendo ha ocurrido.
Karen Pryor, en una tradición conductista, definió la creatividad operacionalmente basada en el principio de novedad. Llamó «creativa» a cualquier conducta para la cual ninguno de los dos delfines que participaron en su experimento hubieran sido entrenados previamente y que, además, no hubieran mostrado nunca antes. El principio básico del conductismo sostiene, en términos generales, que todo lo que hacemos voluntariamente lo aprendemos y, también, que las cosas que aprendemos las seguimos haciendo por sus consecuencias positivas. Pryor les dio pescado a sus delfines por hacer cosas (acrobacias temerarias, nados espectaculares, saltos indecibles) que no hubieran hecho antes. Lo logró. Dentro de los límites que ofrece una definición operacional, Karen Pryor consiguió entrenar y consolidar más de 15 conductas novedosas en sus delfines-artistas; la delfina y el delfín (pues uno era un macho algo tímido, y la otra una hembra extrovertida, en palabras de la propia autora) sólo querían pescado.
Los delfines aprendieron el principio básico que la investigadora les quería enseñar: ejecutar, por iniciativa propia, conductas novedosas que pudieran distinguirse claramente del repertorio conductual del animal, para después, con suficiente entrenamiento, integrarlas a dicho repertorio. Una vez que terminó la investigación, los delfines fueron capaces de mostrar durante sus espectáculos, en respuesta a señales específicas, algunas de las conductas creativas que aprendieron en los entrenamientos.
Si la creatividad se acaba —pues se acaba—, ¿cuál es su fin? Recordar lo que hacía cuando existía; utilizar lo que daba y ya no da, pero que todavía funciona; dar utilidad a la belleza, observar la belleza de la inutilidad; darle de comer a un delfín para saborear la estética de sus acrobacias.
Creatividad, de crear; pero no sólo de crear, sino de crear algo nuevo; pero no sólo de crear algo nuevo, sino de crear algo nuevo con algún sentido práctico o con algún sentido estético. «O por lo menos algo que dé qué comer», dirían los delfines de Pryor, si hablaran —y muchos humanos creativos también, pero no lo dicen—.

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